Se encienden las farolas anunciando la noche y la luz
ilumina las finas gotas de lluvia.
La calle vacía descansa. Demasiadas historias, problemas,
preocupaciones y pensamientos encerrados en nuestras mentes pasan por ella de
forma silenciosa. Pero es precisamente ese silencio devastador lo que nos
derrumba. Nos inquieta como la última puerta abierta, aquella que no logramos
cerrar, pero que tampoco nos atrevemos a cruzar. Nos hace prisioneros de
nuestra propia incertidumbre, nos tortura como una llamada que suena incesante
y que al descolgar nadie contesta, tan sólo el silencio. La lluvia, en cambio,
grita.
Desde su ventana observaba la calle vacía, aunque sus
pensamientos atronadores no le permitían escuchar el grito de la lluvia. Ya
poco podía hacer. En el fondo sabía que no podía hacer nada, pero trataba de
mantener un atisbo de esperanza que tenía más de autoengaño que de optimismo.
Su reflejo en la ventana revelaba un rostro castigado con
marcas de angustia, inquietud y noches sin descanso. Al parpadear se asustó
cuando sus ojos chocaron contra su propia mirada. Se observó sin reconocerse,
sin reconocer esa mirada ofensiva e insultante teñida de culpa.
Sus temblorosas
manos apenas aciertan a sacar el reloj de su bolsillo. Su corazón se acelera, un escalofrío recorre su espalda y
se desploma contra el suelo. Otra vez las doce. Otra vez ese sonido que le
criminaliza. Otra vez esa llamada sonando incesantemente. Al otro lado tan sólo
el silencio.
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